Elena y Constantino, la vía de Dios

El Cristianismo es hoy una de las religiones con más fieles del planeta pero esto no siempre fue así. Los cimientos de esta fe se impulsaron en un momento y forma que pocos conocen. Fue gracias a una batalla, a una madre y a un hijo, lo que hizo que el cristianismo se impusiera. Esta es la fotografía del momento en que la religión cristiana sembró sus raíces para dominar el mundo.

El Cristianismo ha influenciado durante siglos la vida y el pensamiento de gran parte de la humanidad. Su Dios y sus dogmas han guiado con mayor o menor predominio el devenir de miles de civilizaciones. Pero este influjo no siempre fue así. La mecha se prendió milenios atrás gracias a un emperador, Constantino el Grande. Pero como suele suceder tantas veces en la historia no fue el único implicado en este giro hacia un nuevo credo. La acción de una mujer, su madre Elena, fue la llama necesaria para fijar el destino. La obra de ambos creó una improvisada mezcla que determinaría el futuro del mundo. 

Esta es la crónica de ambos, la fotografía de un instante de la historia en que el mundo dejó atrás a los dioses conocidos para abrazar la imagen de Cristo y de Dios.

Elena de Constantinopla y Constancio Cloro

Flavia Lulia Elena nace alrededor del año 248 d.C. en el golfo de Nicomedia, la actual Turquía. Sus orígenes se remontan a una época muy convulsa para el Imperio Romano. En apenas 50 años se fueron sucediendo en el trono alrededor de 20 emperadores y más de 50 usurpadores. 

Hija de unos posaderos que regentaban un hospedaje entre cruces de caminos, Elena pasó sus primeros años trabajando junto a sus padres. Es en este lugar donde conoce a un joven militar con mucha proyección, Constancio Cloro. Ambos se enamoran y terminaron casándose. De este matrimonio nace un solo hijo, un único vástago que en el futuro sería conocido por todos como Constantino el Grande. 

Pero Roma era ingobernable en aquellos años en los que Elena y Constancio vivían el amor. Esa tensa situación llevó al emperador del momento, Diocleciano, a fragmentar el imperio para que este fuera más manejable. Así nació la tetrarquía que gobernaría Roma en los años venideros; dos emperadores mayores, los augustos, y dos sucesores o herederos, los césares. Con esta división, cada cual, unos con más poderes que otros, gobernaría un territorio.

Croquis de nombres para facilitar la lectura del artículo. Elaboración Propia.

En este contexto convulso se nombra a Constancio Cloro, César de uno de los territorios de la parte occidente. Es Maximiano, el augusto de esa región (recordemos que el primer augusto era Diocleciano) quien le otorga este cargo a Constancio Cloro, entregándole con ello el derecho a heredar esta parte del Imperio. 

Pero Maximiano exige algo a cambio. Constancio Cloro debe casarse con su hija, Teodora, si quiere ser nombrado César. La jugosa herencia debe quedar en la familia. Constancio Cloro se ve atrapado entre el amor y la ambición. Pero Constancio no duda y acepta el requisito repudiando, con dolor, a Elena. 

En estos instantes, Elena desaparece por unos años de la historia. Nada más se sabrá, por ahora, de ella. 

Constantino el Grande

Años después del rechazo hacia Elena y tras haber engendrado 6 hijos más con Teodora, Constancio Cloro muere. Este suceso hace que Constantino, primer hijo del emperador pero también de la repudiada Elena, reclame el trono de occidente. Aunque no es el heredero “natural” las tropas, con las que lleva años guerreando, lo apoyan sin titubear. 

El conflicto era inevitable ya que Majencio, hijo mayor de Constancio Cloro con Teodora, se postula como heredero natural y reclama para sí el mismo trono. Además de las ventajas hereditarias de Majencio, este cuenta con un mayor número de tropas ya que posee el apoyo de la parte oriental del imperio.

La guerra entre ellos ha comenzado. Decidido, Constantino atraviesa los Alpes en busca de su hermanastro a quien quiere dar contienda en Roma. La desventaja de Constantino es acusada. Su ejército lo forman apenas la mitad de guerreros que la hueste de Majencio.

Días antes al gran enfrentamiento ocurrió el gran milagro que afectaría para siempre a nuestra cultura. Según las fuentes, por aquel entonces Constantino era, como la mayoría de romanos de la época, completamente politeísta. Pero lo que sucedió hizo tambalear sus creencias. 

Wikimedia Commons

Constantino y su ejército se encontraban en el campamento la víspera del combate. Son momentos de tensa quietud, horas en las que los guerreros evitan malos pensamientos. Justo en ese instante, Constantino y todos sus soldados vieron como se abrían los cielos. De entre las nubes emergió un símbolo, una cruz con la X y la P inscrita, el monograma de Cristo. Estas iniciales aparecieron rodeadas por una frase que sentenciaba; “en este signo vencerás”.

El acontecimiento impregnó de valor a sus hombres. Todos entendieron el mensaje de Dios. El ejército llegó al campo de batalla con unos símbolos “raros”, por aquel entonces, dibujados sobre sus estandartes. Eran la mitad de efectivos, pero vencieron la contienda. Majencio fue derrotado y nadie dudó de la influencia que tuvo Dios en el resultado.

La vuelta de Elena y el giro hacia el Cristianismo

Tras esta importante victoria Constantino comienza a virar hacia el Cristianismo. Aunque es pronto para considerarlo Cristiano las fuentes detallan a un Constantino más cercano a la fe de Dios desde aquel combate. Una de sus primeras acciones como emperador fue la de traer de vuelta a su querida madre, a quien adoraba. Elena regresó de nuevo a su vida pero llegó diferente. Elena se había convertido en una ferviente creyente muy devota a la fe de Dios. La admiración que el emperador profesaba hacia su católica madre generó en él un continuo influjo hacia esa “nueva” creencia. 

Todo esto consigue que, en el 313 d.C., Constantino se reúna con Licinio, Augusto de Oriente por aquel entonces, para entre ambos redactar el famoso edicto de Milán. Este edicto es de los más importantes de la fe Cristiana. En él se redactó la tolerancia hacia el Cristianismo por todo el imperio y se decidió cesar por fin su persecución.

Madre e hijo viven próximos, aprendiendo uno del otro, hasta que un día el Señor se aparece en los sueños de Elena. Su mensaje fue claro; debía ir a tierra santa en búsqueda de la santa cruz de Cristo. Con 78 años la beata Elena no titubea y comienza su peregrinación. 

Dos años duró su caminar y finalmente tuvo recompensa; localizaron para la cristiandad las tres cruces de las que hablaba el nuevo testamento (la cruz de Cristo y los dos ladrones que le acompañaron en el martirio). Hoy en día una peregrinación es algo común entre los creyentes pero antiguamente estas acciones no se realizaban. Es por ello que se considera a Elena la pionera, quién creó las costumbres tan arraigadas para la cristiandad de peregrinar.

Es difícil discernir cuánto influyó Elena en las creencias de su hijo para acercarlo más y más hacia al cristianismo, y con ello a toda Roma. Pero tras esa batalla, tras ese instante en que Dios señaló el camino y la posterior llegada de la creyente Elena a la corte para cimentar esas ideas, el mundo dejó de ser el mismo. Los cristianos, libres para realizar su culto, liberados de la persecución del estado, fueron poco a poco imponiéndose en el imperio. 

Este momento fue clave para la cultura que nos llegaría después. Estas dos figuras, Constantino y Elena, fueron la mecha y la llama que necesitó Dios para imponerse al resto de cultos. Sin ellos, quién sabe, quizás el cristianismo no sería más que una de las miles de religiones que emergieron en Judea por el año cero. Quizás sin ambos aún rezaríamos a varios dioses y la culpa, el pecado y el perdón no nos torturaría por los siglos venideros.

 

Elena de Constantinopla y su excepcional papel en la historia del mundo. José Alipio Morejón (raicesdeeuropa.com)

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