Cada cierto tiempo surgen personajes que revolucionan la vida de aquellos que el azar los cruza en su camino. Almas únicas cuya apasionante existencia arrasa con todo lo que le rodea. Una de estos seres nació en Agosto de 1876 al norte de los países bajos. La llamaron Margaretha Geertruida y nadie mejor que ella supo, al final de sus días, definir su propia existencia; “los sueños son plata, pero mis memorias son oro puro”.
Con tan solo 19 años, y tras responder un anuncio en el que un militar buscaba esposa, se casó con el capitán Rudolf Macleod. El castrense, Neerlandés como ella pero con el doble de edad, fue pronto destinado a una de las exóticas posesiones que los Países Bajos administraban en las Indias Orientales, la isla de Java.
La joven Margaretha quedó pronto maravillada en tan exótico destino. Su milenaria y misteriosa cultura la atraparon desde el principio. Sin embargo su matrimonio era infeliz. MacLeod, además de alcohólico, no titubeaba a la hora de repartir brutales palizas por el cuerpo de su mujer, ni se esforzaba en ocultar a sus múltiples queridas. Pero la vitalidad de Margaretha y su enérgica rebeldía no se arrugaron. En lugar de achicarse, gozó de sus propios amantes a la vez que se integraba poco a poco en las poblaciones locales. Fue en aquellos días cuando, devorando las tradiciones orientales de Java, se empapó de las sofisticadas danzas y pasión asiática que más tarde gobernarían su vida tras un velo.
Pese a todo tuvieron dos hijos sobre los que un desgraciado destino acechaba. Los sirvientes al cuido de su hogar, recelosos de una opresión imperialista, envenenaron en un acto de crueldad a toda la familia. El clan resistió al tóxico con la excepción del hijo pequeño y único varón quien falleció. MacLeod nunca se lo perdonó a su esposa a quien injustamente culpó del incidente.
La tragedia los llevó de vuelta a Europa y terminó por separarlos. En el juicio por la custodia Margaretha consiguió el cuidado de su única hija. Pero un MacLeod inconforme maquinó un último golpe para destruir a su exesposa y recuperar a su niña; les cortó el grifo de la manutención familiar. Una Margaretha pobre y sin opciones de futuro se vio forzada a ceder a su primogénita.
Desahuciada, sola y sin porvenir, decidió mudarse a París en busca de suerte. Allí trabajó como profesora de piano, actriz y traductora de alemán, pero ninguno de esos trabajos le dió la holgura suficiente para subsistir. En aquel instante de profunda miseria económica y personal, hundida y sin salida alguna, su arroje vivaz regresó para rememorar su pasado oriental y revolver por completo su vida. Tocó fondo para renacer en un camino que le empujó a la gloria y a la muerte por la misma senda. Su exótico pasado en aquella remota isla volvió para coronarse frente a la sociedad como una princesa de Java. Abandonó por siempre a la “débil” Margaretha para convertirse desde entonces y para siempre en la historia en el inmortal personaje recordado con el nombre de Mata Hari.
París comenzó a hablar de una nueva artista, una princesa venida de Oriente cuyos espectáculos llenos de misticismo y éxtasis provocaban el asombro de todos. Sus mantillas traslúcidas caían con cada movimiento. La danza de los 7 velos se volvió lo más comentado del momento. El público masculino se disputaba ferozmente los primeros asientos. Las señoronas de París no daban crédito a tanto albedrío. Pronto las mujeres y los rabadanes la catalogaron como hembra libertina al mostrar un aspecto de la feminidad nunca antes visto. Su baile transcurría hasta dejarla próxima a la desnudez. Sólo un velo quedaba cubriendo sutilmente sus senos al final de cada espectáculo. Aquel obstáculo nudista acrecentaba en los hombres un deseo por descubrir lo prohibido y terminaba por enamorarlos. Se contaba que esa limitación a la desnudez se debía a una humillante mutilación sufrida durante el matrimonio. Una antigua paliza de MacLeod terminó con uno de sus pezones arrancado a mordiscos por su esposo.
Tras años de éxito por toda Europa Mata Hari se convirtió en una celebridad de renombre. Se codeaba con la alta sociedad de los países más poderosos del momento. Duques, marqueses, oficiales, generales y terratenientes suspiraban por su amor. Las mujeres de todos ellos la detestaban con la misma fiereza. Mata Hari siempre libre, rebelde en la época que le tocó vivir, saboreó a cientos de amantes. Pero de entre todos, su pasión siempre fue para los militares; “Amo a los militares. Prefiero ser la amante de un oficial pobre antes que de un banquero rico”.
En la cúspide de su fama y con todo el viejo continente a sus pies, sus espectáculos se truncaron con la que a posteriori se llamaría la Gran Guerra. Todos los militares junto con el resto de sus amantes acudieron a la defensa de sus países. Europa cerró su tránsito entre los estados enfrentados. Mata Hari, atrapada y con sus galas reducidas al mínimo, observó temerosa como su vida volvía años después a tambalearse. Sin poder viajar como necesitaba ni actuar como solía, la desesperación se apoderó nuevamente de ella.
Esos momentos de debilidad no pasaron por alto de la cúspide castrense. Conocedores de los importantes contactos de Mata Hari comenzaron a tentarla con suculentas ofertas de espionaje. Le ofrecieron salvoconductos para viajar por el continente y continuar sus espectáculos. Le prometieron sustento económico a sabiendas de sus necesidades. Viéndola débil y necesitada, una delegación alemana dió el primer paso y le propuso el oficio de espía para su bando. De vuelta a París sus contactos franceses le reclamaron la misma tarea para el bando contrario. Con ello se sentía libre nuevamente para viajar por toda Europa y bailar como quería. Pero su libertad no era gratis al quedar convertida en una espía doble.
Sin embargo, Mata Hari siempre fue una artista, no una espía. No era discreta y sus movimientos nada prudentes. Su modus operandi como informante era sencillo. En países neutrales, como España, compartía lecho con diferentes militares de ambos bandos. Estos, para atribuirse una importancia soberbia, detallaban secretos bélicos que ella transmitía al enemigo.
Tras un tiempo combinando ambas labores, y en un viaje a priori sin importancia, regresó a Francia en busca de un soldado ruso de 21 años del que estaba realmente enamorada. Con 41 años, en París, la apresaron las fuerzas francesas acusándola de ser la espía H21. Atrapada en una lúgubre celda de la capital francesa, escribió a todos sus antiguos y distinguidos amantes pero ninguno respondió a sus cartas. Conocedores de su final, todos los que antes suspiraron y prometieron su vida por ella, la abandonaron sin compasión ninguna.
Aunque hoy en día parece demostrado que su reclutamiento como espía era real, también se sabe, ahora y entonces, que el impacto de sus actos no influyó lo más mínimo en la guerra. Fue enjuiciada sin pruebas contundentes y en un proceso totalmente amañado por el rencor de aquellos que no aceptaron nunca su libertad. Posiblemente supo demasiado de altas personalidades de Francia, Inglaterra y Alemania. En su juicio se defendió, “una ramera sí, una traidora, ¡jamás!”.
Cuando sabía que la ejecución era inevitable escribió tres cartas a las tres personas que realmente amaba; su hija, su amante de 21 años y a un alto cargo que se desconoce hasta hoy día su identidad.
Fue ejecutada por un pelotón de 12 soldados el 18 de Octubre de 1917. Pidió que no le taparan los ojos ni se le atara a un poste. La leyenda cuenta que se les exigió a los verdugos, a modo de Ulises frente a las sirenas, que vendaran sus ojos antes de disparar para evitar así dejarse embaucar por sus encantos. Cuentan también que antes de recibir la carga mortal, Mata Hari lanzó un beso a cada uno de sus ejecutores. Ambas leyendas no hace más que reforzar la teoría de que su muerte estuvo más influenciada por su vida de mujer libertina que por sus acciones de guerra.
La realidad es que de los 12 soldados que formaban el pelotón de enjuiciamiento, nueve de ellos dispararon al aire, pues sólo 3 balas impactaron en el cuerpo de Mata Hari. Hasta el día de hoy no se conoce el motivo de tan clara acción, pues por la distancia que los separaba, claramente nueve de ellos no quisieron hacer blanco.
Nadie reclamó su cuerpo. Estaba sola en el mundo por lo que este fue enviado a la universidad de medicina. Se mandó sin la cabeza ya que esta fue embalsamada y exhibida en el museo de criminales de Francia hasta 1958 cuando fue robada, se cree, por un admirador.
Posiblemente fuera espía, pero sus informaciones no fueron determinantes para nada ni para nadie. Fue víctima de su propia época. Su libertad rebelde creó recelos. Sus famosos bailes se granjeó influyentes enemigos. Sus secretos de alcoba asustó a todopoderosos haciéndolos sentir débiles. Posiblemente fuera una espía, H21, pero lo que la condenó fue ser la gran Mata Hari, un ser que vivió y murió libre en una época equivocada.