Juan el sensible

Siempre recuerdo cuando cada Agosto viajábamos al sur a veranear al pueblo. Nuestra casa, que perteneció por años a la familia, era la única del lugar construida íntegramente de una crujiente madera color marrón. Fue idea de mi abuelo, quien quiso utilizar el chirrido de sus pasillos como detector contra el más sigiloso de los ladrones. La vivienda estaba rodeada por un pequeño patio saturado de plantas salvajes donde de niño pasé horas torturando a cualquier pobre animal que tuviera la desdicha de cruzarse por mi camino. Al final del patio, que para mí tenía el tamaño de una selva, la casa terminaba con unos grandes peces forjados en hierro cuyas formas se juntaban para crear una inmensa valla que nos separaba del mundo.

Entre los peces de fierro y la selva, se divisaba, al otro lado de la acera, una casa ruinosa y maltrecha por los años. Allí vivía un personaje huraño de pequeña estatura y tez morena que todos conocían como  “Juan el Sensible”. En el pueblo se decía que estaba loco. Mi madre defendía que era especial y cada vez que podía iba a llevarle un cesto de frutas. Le daba pena. Ella decía que a todos nos podía pasar. No paraba de repetir que Juan no fue siempre así. Al parecer un desastre lo apartó de su familia y eso originó su demencia.

Juan era ese tipo de chalado que vivía como esperando algo. Nunca creí que estuviera verdaderamente loco. Lo que si me parecía realmente loco eran los largos, enormes y negros pelos que le brotaban de las orejas. Eran como si un pulpo viviera con los tentáculos fuera en su oído, acechando, atento para capturar alguna presa que pasara. Siempre pensé que Juan no usaba los ojos, que no veía. Estaba convencido de que, como los gatos, utilizaba sus largos pelos del oído a modo sensores para comprender el mundo.

Juan hubiera sido un loco más en mi vida si jamás hubiéramos compartido ese instante. Nunca se habría incrustado en mi recuerdo como lo hizo. Sin embargo, aquel día, al mismo tiempo que una hormiga luchaba por mantener su cabeza pegada al cuerpo mientras yo la forzaba a lo contrario, Juan salió inquieto de su casa, sin rumbo aparente. Aullaba de tal forma que sus palabras congelaron mi alma; “¡ruuuuugeee!¡ruuuuugeee!”. Los vecinos se asomaron extrañados. Juan no callaba. Sus alaridos aumentaban invadiendo toda la calle. Gritaba desgarrado. Al poco, resonaban con sus chillidos tres esquinas más abajo. Más tarde la manzana entera se envolvía por sus bramidos. Recuerdo esos gritos como si un ser oculto le torturara sin sentido. Mi madre salió aterrorizada. Pensaba que alguien lo maltrataba. Cogió a Juan de la mano para traerlo a nuestro patio. De repente, con la misma extraña forma que comenzaron sus alaridos, al llegar a la espesura de nuestro patio, Juan se cayó. Se quedó mudo. Regresó la paz al vecindario. Todos extrañados respiramos al ver que se relajaba. Pero fue efímero. Apenas duró unos segundos. Instantes después a ese extraño silencio la tierra comenzó a chirriar con un fiero estruendo que anunciaba el apocalipsis.

Todo comenzó a moverse violentamente. Los autos bailaban. Las farolas buscaban el equilibrio a uno y otro lado de la acera. De repente Juan cambió nuevamente su expresión. El terror se apoderó de su rostro. El bamboleo incesante y despiadado de la acera lo desequilibró obligándolo a hincar la rodilla frente a nuestra casa. Fue ágil, con rapidez apoyó sus manos evitando dar de bruces con la cara. Su rostro palidecía, sentí como si aquello que yo siempre creí que esperó le sobrepasaba. De repente, en un extraño acto que por aquel entonces no comprendí y asocié a su demencia, Juan me miró sonriente mientras acercaba su oreja al piso hasta pegarla completamente. Fue extraño. Parecía como si los pelos de su oído se enraizaran con la tierra. Como si su pulpo encontrara por fin la presa que andaba buscando. El rostro de Juan se iluminó. Aún recuerdo esa mirada como lo más puro que he visto en mi vida. Su placer, su oreja pegada al piso escuchando como tronaba la tierra. Me miraba con los ojos empapados en lágrimas radiantes de felicidad. Jamás vi nada igual. Una brillante y gigantesca sonrisa irradiaba su cara mientras sin poder evitarlo un quebradizo y frágil tablón del techo de nuestro hogar atravesaba silenciosamente sus intestinos.

 

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