El beso fugaz

Es el 11 de Marzo de 2014. En la estación de trenes de Atocha todos los relojes marcan las 7:37 de la mañana. Un sujeto de tez morena presiona con rencor un detonador en el nombre de Alá. De la oscura mochila que cuelga de su hombro escapan kilotones de odio pulverizando todo a su paso. 

Aún no amanece en Madrid. Una ruidosa alarma rompe el silencio de la noche sobresaltando a Silvia que corre a apagarla. Le duele la cabeza. Anoche ni el bebé ni ella descansaron por culpa de una gastritis. Es madre soltera. Trabaja de cajera y ahorra para comprar un coche familiar. Vive con sus tres hijos en un pequeño departamento de dos habitaciones a las afueras de la ciudad. 

Hoy van tarde, el malestar del bebé quebró los tiempos de la habitual rutina. Se ducha velozmente y a medio vestir entra como un huracán al cuarto de los niños para despertar a la familia. Un vaso de leche es lo único que se sirve en el desayuno mientras las mochilas se cargan de galletas para adelantar tiempo. El antiguo televisor está encendido y todos lo miran embobados mientras amanecen sus neuronas. Las noticias no dejan de hablar de la guerra que hay en Irak. Por la verdosa pantalla aparecen crueles imágenes de Bagdad que revelan la masacre que allí sucede. Silvia desconecta el aparato ante el horror que se muestra. No le interesa la política y menos aún ver que sus hijos son testigos de como se destripan los humanos en un lugar del mundo que ni siquiera sabe localizar en el mapa. 

Suena el timbre advirtiendo la llegada de la abuela. Los pequeños están preparados para seguirla en la ronda de repartición escolar. El bebé les acompaña en su carrito rojo. Silvia se despide apresurada de todos con un beso fugaz. La prisa apremia, ya habrá tiempo para cariños. Con la solitaria tranquilidad Silvia termina de prepararse. Se perfila de negro ambos ojos y escoge un fuerte carmín para los labios. 

Mira el reloj, ¡es tardísimo!. Da un portazo y sale. Va muy retrasada. El ascensor se detiene en varios pisos. Su pierna derecha se mueve sin control. “Vamos vamos” piensa intranquila. Se abre la puerta. Sale lanzada.  Anda a saltos. Esquiva transeúntes. Corre. Cruza. Gira. 

Al fin llega a la estación y se cruza con caras diarias. No se da cuenta está centrada en llegar. El trabajo está al otro lado de la ciudad y aún le queda mucho. Baja al andén. Hay un tren detenido. Justo antes que cierre sus puertas aborda el primer convoy. Está colapsado. Es hora punta y no cabe nadie. El corazón está acelerado y siente mucho estrés. Mira constantemente el reloj esperando el momento para avisar en el trabajo. De pie, a su lado, un hombre de mediana estatura y mochila negra transpira inquietamente. Mira de nuevo la hora, quiere confirmar que apenas va con 10 minutos de retraso. Son las 7:37 a.m. en Atocha y todo se hace oscuro. El estrés se desvanece vertiginosamente. No entiende que sucede. Entra en shock. Tan sólo la imagen de sus 4 hijos aparece entre tanta tiniebla como un sosiego. Siente el frío en su cuerpo. Sólo ahora comprende que aquel beso fugaz que esquivó la podría haber salvado. Jamás llegará a tiempo al trabajo y nunca habrá importado tan poco.

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