Conduciendo un antiguo todo terreno, nuestro protagonista avanzaba por la selva africana. Le gustaba aquella vida de aventura, salpicada de imprevistos que con frecuencia resultaban ser peligrosos, pero de los que siempre conseguía salir con vida.
De repente creyó oír algo. Paró su vehículo y bajó lentamente rifle en mano. Aspiró un olor desagradable y lo siguiente que sintió fue un cuerno de rinoceronte que le golpeaba con fuerza en el costado.
Todo sucedió demasiado rápido. Cayó al suelo. Intentó moverse, pero un intenso dolor le oprimía el pecho, “posiblemente alguna costilla rota, eso en el mejor de los casos”, pensó.
A pocos metros el animal resoplaba amenazando con un nuevo ataque. Sintió miedo, un miedo profundo, sin esperanza. Cuando la bestia arrancó y bajó la cabeza para la última embestida, supo que iba a morir.
Entonces el dibujante dudó, lo miró con ternura dejando el lápiz encima de la mesa. Se levantó, apagó la luz y salió por la puerta del estudio. En el silencio del papel, nuestro protagonista, con un hilillo de sangre en la boca y como tantas otras veces, esbozó una sonrisa de esperanza.